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Accolade - Edmund Blair Leighton |
En un vasto territorio muy lejano, con altas montañas nevadas y preciosas costas, gobernaba una reina que entre sus cualidades no poseía el don de la belleza, ni el de la altivez, ni era orgullosa o autoritaria, como la mayoría. En cambio, poseía bondad, ecuanimidad, justicia y generosidad. Su pueblo la amaba tanto que deseaban fervientemente que contrajera matrimonio y les concediera un heredero que fuera capaz de proseguir la próspera trayectoria de su madre.
Con ese fin, pretendientes de dentro y fuera de las fronteras fueron presentándose ante la corte, anunciando sus títulos, procedencias y enormes riquezas. Todos, sin excepción, traían hermosos obsequios a cuál más valioso para la reina. Todos hablaron de lo beneficiosa que sería una unión entre sus familias nobles o entre sus ricos países, que aún serían más prósperos tras la ansiada unión. Todos callaron lo poco atractiva o bella que era la reina, pero todos lo pensaron… y por eso ninguno era capaz de hablar de amor.
La reina, no convencida con ninguno de sus pretendientes, acaso por su timidez o por su falta de confianza en saber elegir al adecuado, dudó durante meses, hasta que algunos, hartos de esperar a la fea joven, a pesar del botín, comenzaron a impacientarse y decidieron marchar a otras tierras donde otras jóvenes de alcurnia, quizá más bellas, pudieran dar su mano con más facilidad.
Entonces, como por arte de magia o del destino, llegó a su servicio un caballero de lejanas tierras. Un simple hidalgo sin cuna conocida que ni era tan hermoso, ni tan apuesto, como se pudiera pensar, pero que traía una tristeza en su semblante y una tan bella voz al contar sus cuitas, que enseguida despertó el interés de la reina por ayudarle, tan generosa y bondadosa como era.
Paseaban a solas y él le contaba sus temores, sus nostalgias, sus problemas y sus deseos y ella intentaba darle los mejores consejos que se le ocurrían. En agradecimiento por su bondad, el joven le regaló un día una simple rosa, diciéndole a la reina que jamás encontraría mujer o señora mejor que ella en todo este reino y que era la más hermosa de todas. Cuando vio el rubor en las mejillas de ella, el caballero se prendó y cada día le llevaba una rosa, más hermosa que la anterior, con el único propósito de verla ruborizarse de nuevo.
La reina, creyendo en la sinceridad del gesto del caballero, despidió a todos sus pretendientes y reunió a su Consejo para hablarles de sus sentimientos hacia el amigo. Los miembros de su fiel Consejo, leales a ella y a sus intereses propios, le hablaron de la inconveniencia de semejante matrimonio, le indicaron que el joven no era noble, que no era de su clase, que no sabían de su pasado más que lo que él mismo había narrado y que, además, podría tratarse de un espía de algún país enemigo.
Ella otorgó títulos al caballero, le proporcionó tierras y vasallos, le dio poder sobre su propia vida para demostrar a todos que se equivocaban y que la estima de él hacia ella era verdadera. Y él en ningún momento rechazó nada de lo que le ofreció, comentó que todos se equivocaban cuando le acusaban de todas esas cosas y repitió otra vez que ella le hacía muy feliz.
Y así, llegó el día de la tan ansiada boda…
Ella, que no era hermosa, ni altiva, ni orgullosa, parecía brillar con la felicidad del amor en sus ojos. Muchos de sus parientes llegaron de lejanas tierras para conocer al novio y vieron que era encantador, ni muy guapo ni muy apuesto, pero verdaderamente, enamorado.
El gran salón del trono estaba repleto para el enlace. Familiares y amigos de los contrayentes abarrotaban el espacio con sus mejores galas. Y en el momento justo en que el obispo proclamó “ya sois marido y mujer, rey y reina”, todos los familiares y amigos del novio y éste incluido, sacaron sus espadas del cinto y asesinaron a todos los asistentes al enlace, menos a la reina que fue apresada y encerrada en la más alta torre del castillo.
El antes próspero reino se volvió yermo y desolado gobernado por un rey loco y sin escrúpulos que sólo vivía para fiestas y engaños y enriquecerse más y más, y la reina desde la más alta ventana de la más alta torre sólo podía llorar desconsolada y sola, porque había perdido su amado reino, a su familia y, lo más importante de todo, a su único amor, muriendo así, al poco tiempo, de pena y de nostalgia de los felices días que vivió.